La denominación adventista surgió en medio del debate sobre la estructura de la iglesia.
“Alrededor de 1854, el movimiento casi se desintegra porque no podía pagar a sus ministros. Allí estaba [John Norton] Loughborough, que pedía algo que comer”, dijo el historiador adventista David Trim. “Llegó a un punto que él ni siquiera podía mantener a su familia”.
Profundamente desanimados, en 1856 Loughborough, John Nevins Andrews y otros de los primeros obreros se retiraron a Waukon (Iowa, Estados Unidos), donde planearon trabajar en sus campos y ser misioneros. Pero el ambiente rural les brindaba pocas oportunidades de testificar, y el clima inclemente forzó a
Loughborough a dedicarse a la carpintería en lugar de la agricultura.
Poco después, Elena y Jaime White, cofundadores de la iglesia, llegaron sin aviso para visitar a los obreros aparentemente en falta.
“[Elena] encuentra a Loughborough y le dice en tres ocasiones: ‘¿Qué haces aquí, Elías?’ y de alguna manera la vergüenza lo hace regresar al trabajo”, dijo Trim. White se refería al profeta del Antiguo Testamento, que desconfió de Dios y se escondió en una cueva.
“No obstante, ese es el momento en que se dan cuenta de que tienen que hallar una manera de apoyar a sus ministros, y eso significa que la iglesia necesitaba un tesorero”, dijo Trim.
Esta historia enfatiza el malabarismo que enfrentaron los primeros adventistas: aún se rehusaban a adoptar una estructura eclesiástica formal, pero estaba cada vez más claro que con solo el entusiasmo no alcanzaba para esparcir con efectividad el mensaje del evangelio.
Sin embargo, los pasos que tenía que dar la iglesia seguía siendo un tema que provocaba tensiones.
Para la década de 1840, el movimiento adventista consistía de grupos esparcidos apenas conectados mediante periódicos tales como la Revista Adventista y por esporádicas Conferencias Sabatistas, en la que los creyentes se reunían a analizar y, la mayoría de las veces, a discutir los puntos más detallados de la doctrina. “Difícilmente dos estaban de acuerdo”, dijo Elena White al referirse a la segunda de esas conferencias, que se llevó a cabo en 1848.
En 1863, veinte delegados se reunieron en un edificio de Battle Creek (Míchigan, Estados Unidos), para organizar la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día, creando así una estructura formal para el movimiento adventista. En efecto, según el historiador adventista George Knight, se necesitaría “un liderazgo enérgico, orientado a los objetivos, para formar un cuerpo de creyentes dentro de las condiciones caóticas del adventismo posterior al Gran Chasco”.
Fue así que en mayo de 1863, veinte delegados, diez de los cuales representaban a la Asociación de Míchigan, se reunieron en Battle Creek para organizar la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día “con el propósito de garantizar la unidad y la eficiencia en el trabajo, y promover los intereses generales de la causa de la verdad presente, y de perfeccionar la organización de los adventistas del séptimo día”.
Los delegados también adoptaron un acta constitutiva, una constitución modelo para las asociaciones estatales, y eligieron los tres administradores principales de la administración: el presidente, el secretario y el tesorero. Aunque fue electo por unanimidad, Jaime White rechazó la presidencia, temiendo que el cargo empañara su campaña en favor de la organización como “una apropiación calculada de poder personal”, dice Knight. En su lugar, John Byington fue elegido como el primer presidente de la organización.
Con una comprensión y una aceptación más generalizada de la estructura, la iglesia llegaría a estar mejor equipada para refinar su identidad doctrinal y organizarse para la mission.
La inspiración de nuestros pioneros
Dado que la imagen de los fundadores de nuestra iglesia está formada mayormente por fotografías de hombres de mediana edad, a menudo no nos damos cuenta cuán diversos eran ellos, tanto en términos de edad como de género y etnia.
Durante los años formativos del movimiento, sus líderes eran mayormente jóvenes, algunos menores de veinte años, y otros menores de treinta y de cuarenta. Para el momento del Gran Chasco de 1844, Jaime White tenía 23 años; Elena White y Annie Smith tenían 16; John N. Andrews tenía 15; y Minerva Loughborough ni siquiera tenía 15. Urías Smith y John N. Loughborough (hermanos de Annie y Minerva) tenían solo 13, y George I. Butler tenía solo 10.
A pesar de ello, estos hombres y mujeres jóvenes, con la ayuda de personas influyentes tales como José Bates (quien en 1844 tenía 52 años), fueron los que asumieron el liderazgo en las conferencias bíblicas de fines de la década de 1840 y comienzos de la siguiente, durante las cuales se discutieron, debatieron y acordaron las creencias de lo que llegarían a ser la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Fueron ellos los que publicaron una serie de panfletos, presentando persuasivamente las nuevas creencias, así como una revista, The Advent Review and Sabbath Herald (hoy conocida como la Revista adventista), que conectó y unió a todos los creyentes esparcidos, y sin la cual la iglesia jamás habría sido fundada. Fueron ellos los que lideraron los esfuerzos de transformar una red de pequeños grupos de creyentes en una organización que uniría a todos los adventistas del séptimo día y brindaría una base para la misión. La mayoría de los jóvenes de la década de 1850 brindaron liderazgo a la iglesia hasta la década de 1880 y algunos inclusive hasta el siglo XX.
Aunque solo hombres asistieron al primer Congreso de la Asociación General en 1863, entre los primeros miembros de la iglesia recién creada se destacaron varias mujeres. Además de Elena White, estaba Minerva Chapman (de soltera Loughborough), una figura clave en la obra temprana de publicaciones, quien más tarde llegó a ser Tesorera de la Asociación General; Maud Sisley Boyd, quien llegó a ser una misionera pionera en Europa, Sudáfrica y Australia; y Nellie Druillard (de soltera Rankin), quien llegó a ser misionera pionera en África y una influyente educadora y reformadora de salud. Entre esos primeros miembros de la Iglesia Adventista en 1863 estaban los Hardy, una destacada familia afroamericana.
Hoy día vemos fotografías de los pioneros que datan de años posteriores, con sus rostros marcados por vidas gastadas de tanto luchar contra abrumadoras realidades. Es fácil olvidar que ellos crearon la iglesia cuando aún tenían menos de treinta y de cuarenta años. Es también fácil olvidar que, aunque los adventistas no ordenaron las mujeres al ministerio del evangelio, asignaron a las mujeres funciones importantes en el liderazgo. Y se conoce demasiado poco de que la mayoría de los creyentes de la década de 1850 no solo eran fervientes abolicionistas, sino que, en la última parte del siglo XIX, cuando en los Estados Unidos los negros y los chinos fueron relegados a ser ciudadanos de segunda clase, los adventistas del séptimo día los ordenaron al ministerio y les encomendaron una importante obra misionera.
La sociedad estadounidense de la época no daba mucho valor a los jóvenes, y marginalizaba a las mujeres y a las minorías étnicas. Asimismo, las doctrinas adventistas no eran populares entre los eruditos religiosos. ¿De dónde provino la osadía de desafiar tanto las convenciones sociales como el consenso religioso de los principales teólogos? Los adventistas del séptimo día se inspiraron en el amor de Cristo y en la convicción de que él regresaría pronto, por la confianza en las profecías divinas, y por la creencia de que el espíritu de profecía se manifestó en Elena White. En consecuencia, estaban dispuestos a atreverse a cualquier cosa. Aunque les tomó hasta 1874 darse cuenta de que el cumplimiento de la Gran Comisión implicaba enviar misioneros al extranjero, después de ello, se comprometieron rápidamente con la misión mundial. Buscaron reformar no solo la teología sino el estilo de vida, promoviendo una reforma prosalud radical y dando prioridad a la educación. Predicaron verdades proféticas, pero también quisieron la plenitud de los hombres y las mujeres en el presente. Con este fin, durante el primer medio siglo de la denominación, los adventistas trabajaron en las grandes ciudades y entre las personas de todos los idiomas y las clases sociales, inspirados por el ejemplo de Jesús quien, como lo enfatizó Elena G. White, “trataba con los hombres como quien deseabas hacerles bien. Les mostraba simpatía, atendía a sus necesidades y se ganaba su confianza. Entonces les decía: ‘Seguidme’” (El ministerio de curación, p. 102).
Al cumplirse los 150 años desde que los adventistas se unieron para la misión, existe la necesidad más grande que nunca de que los hombres y las mujeres de todas las edades, de todos los trasfondos étnicos y sociales, sigan el ejemplo de sus fundadores. Necesitamos, fundados en el amor al Salvador y su amor por los pecadores, proclamar a Cristo y a este crucificado, anunciar su anhelo de que los hombres y las mujeres alcancen la plenitud, y su deseo de que “guarden los mandamientos de Dios y la fe de Jesús” (Apoc. 14:12). inspiración de nuestros pioneros.
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